Irreverencias

Metía unas frases desordenadas en los anaqueles del viento, con la deliberada intención de que encontrarán algún sentido en oídos más calificados. 

Había un firme compromiso en afrontar las críticas, sin menoscabo de su crudeza, la tarde despertaba la modorra con el gradiente que estimula el mercurio usado para determinar los niveles del clima, bajo un improvisado toldo, cabeceaban el Juez y el padre Pancho, la plaza no era buen auditorio; las viejas chismeaban y reían a carcajadas con el irrespeto propio del ignaro, el discurso proseguía tal como los entierros de los pobres, sin pausa y sin encanto, al término de las cuatro páginas leídas, las manos de la concurrencia produjeron un desganado sonido, sin entusiasmo y poco cortés, pero con la suficiente fuerza para estropear la placentera siesta del juez y el cura, me abrí paso hasta mis compañeros que estrecharon mis manos húmedas y palmearon mis hombros, de pronto, el porte intimidante y caucásico del Juez interrumpió a la muchedumbre, me extendió su mano diestra y exclamó con voz grave: – Bravo, extraordinario discurso. Las palabras suelen ser menos veloces que las emociones y una vez dentro de ese remolino resulta difícil detener cualquier ráfaga de ira, así que antes de reaccionar con diplomacia y algo de hipocresía, lance una bocanada colérica sin reparar en la investidura de mi interlocutor: - ¿Y cómo lo sabe?, sí pasó toda la tarde dormido. 

El rostro del juez enrojeció, antes de explotar en una risa espontánea y abundante, mi rabia pasó en milésimas de segundo a una rara mezcolanza de sorpresa, desconcierto y alegría, el Juez retomó la respiración necesaria que viene después de una risotada y exclamó como si dictaminara la libertad de un condenado: - Pasa mañana por mi oficina, te vamos a conseguir una beca.

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