La turbonada

El viento insomne que viaja de madrugada, de modo impertinente entra por mi ventana, emitiendo con rigor el susurro pedestre del pavor. Afanado en apegarse a conspicuos teoremas que tratan la mecánica de los fluidos invisibles, manifiesta sus travesuras en agresivos remolinos que dejan una estela de hollín y polvo sobre los objetos que bruscamente acaricia, luego, sale del cuarto con axiomático enfado y desciende las escaleras cual infante malcriado; Silva, ruge y espanta. Abusa de la levedad de cuanto objeto capaz de romperse encuentra en su trayectoria. 

Encolerizado, gira alrededor de las sombras que enmudecen el salón donde está el piano, doblega las bisagras haciéndolas gemir en la gama de frecuencia atractiva a espíritus que yacen en el limbo, los convoca a exponer sus cadavéricas efigies en los espacios tomados por el miedo, infames calaveras aceptan la invitación eólica y se hacen espectadores de esta tenebrosa pesadilla; con entusiasmo, aplauden una pirueta magistral de compleja representación meteorológica, cuyo resultado exponencialmente, sitúa la masa de aire sobre el vértice de un cuadro de la serie “niños llorones” ; -siempre he sido un hombre de ciencia- mi asombro no encuentra atenuantes. La turbonada puso la imagen contra la pared, la mortecina lumbre en el lúgubre espacio me permite leer al dorso del cuadro: Bruno Amadio, 1920.

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