El Dios de la rapiña

El aire ofrece su transparencia a las imágenes que conforman el paisaje, entre maravillas y antagonismos, se despide la tarde. En el estupor de los residuos de luz sideral, se manifiesta el tácito acuerdo de colores coexistiendo con disimiles sonidos tan mansos como efímeros, y tenues aromas que brotan de enigmáticas reacciones orgánicas contribuyendo a palpar la evidencia capital de un orbe compartido sin inopia. Todos aspiramos a postularnos como sobrevivientes del día. Conflicto de dioses en pugna emprendiendo el balance legado en horas, quizás de agonía, a caso en alumbramientos, pero siempre en la dualidad del sempiterno cotejo: vivir o morir.

Dos puntos en el horizonte precisan múltiples trazos curvilíneos, cada espiral representa una extensión de una fe de vida concedida por el don de la persistencia, el exasperado aleteo (de ambos pájaros) denota un tipo de urgencia extrema. El gavilán no da tregua, como guiado magnéticamente por su posible presa imita cada pirueta, bajan y suben, giran, zigzaguean, el gorrión elude la muerte por breves lapsos de tiempo, el espacio se muestra mezquino en coartadas, la huida perece imposible, la situación propone el habitual sentimiento de impotencia cuando las garras del que es más fuerte, desgarra sin piedad la piel de los débiles, no es asunto de buenos y malos, lo llamamos supervivencia. Ondulaciones vienen y van mientras, no prive el oxigeno vital. Dramáticos serpenteos obligados por los rigores impuestos tal vez, por algún gusano convertido en arquitecto obcecado en equilibrios tróficos. La persecución se escapa de nuestro alcance visual, la tarde padece la mística incertidumbre de dos hipótesis virtuales: o no existe dios para los gorriones.

o es muy generoso el dios de la rapiña.     

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