Un perro

Estas noches pasarán, cómo el canto de los peregrinos por los pérfidos caminos, sentenciando fantasías en el círculo insustancial de las plegarias; invadiendo la realidad con un nimbo de esperanza comprada y buscando un reducto para la fe que no se asume.

De niño soñaba tener un perro con cuernos de toro, lengua de serpiente, raudo, feroz y adiestrado para enfrentar juntos, a los bribones que merodean las esquinas en las urbes impúdicas, tuve que conformarme con el dolor que queda en los nudillos después de golpear mentones y los dilatados pómulos posteriores a la pendencia, porque mis perros, siempre fueron buenos para los chistes y las carreras , nunca aptos para las batallas, esas batallas que solo los humanos procuramos desde temprana edad. 

Me hice grande sin perro, sin cuernos, sin novia, sin dios y con hambre. Como en un cuento surrealista, los tiempos trajeron aires desconocidos para mí, con su carga de impertinente extemporaneidad: oportunidades sin la recia virtud del conocimiento. Entre rigor y premura experimenté formulas de honestidad basadas en la palabra, sólo el coro sintético de los grillos que irrumpen la madrugada respondió con precisión, los documentos formaron tortuosos senderos de felonías, y entre ir y venir quedaron mis pies descalzos y una confianza marchita en nocturnidad.

Estas noches han de pasar, sin duda, nuevas apariciones del sol proclamarán el destierro de una soledad abreviada en el azar inquisidor de lo que jamás se tuvo, de lo que no se podrá alcanzar, porque hay una sola ocasión de vivir, sólo un amigo fiero y leal puede resumir un sueño, miles de sueños, quizás… millones. 

Las realidades son frágiles, la dulzura de su néctar, puede transfigurarse en una enorme amargura, las penas no son eternas, pero la sonrisa puede perpetuarse si el recuerdo de un perro cornudo asalta tu imaginación cada vez que un ladrido circunda el aire insano de madrugada; el aborrecimiento, la premura, el rigor, el azar, el hambre y hasta los pies descalzos adquieren acepciones nobles cuando tu cómplice profesa la fidelidad sin mediación de los edictos, cuando el afecto ha superado todas las fronteras de un modo asimétrico; es allí donde apelamos a una experiencia irrestricta: la muerte, la muerte no es otra cosa que un ladrido menos en estas noches que han de pasar alguna vez, la secuela de esas batallas que motivamos en excitante alevosía, la vertiente de dolores inconmensurables.

Estas noches pasaran alguna vez, mientras tanto, seguiré esperando el milagro que niega la eutanasia, con los sentidos desgarrados ante el dolor que exhalan doce kilos de huesos forrados en piel cubierta de pelos blanco y negro. Las noches pasaran, como pasa la juventud, vendrán otras tristezas, y con ellas la frustración de conciliar ante el mundo que en el pináculo de mis sueños había solo un perro.

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