A la sombra de una acacia


A la sombra de una acacia solían dilapidar sus frugales estipendios de la semana, viendo sus sueños y sus vidas esfumarse con cada bocanada de humo, con cada sorbo de licor. Hablamos de hombres mortales, de esos apetecibles a la voracidad de ejércitos y guerras, hombres con el peso de sus virtudes y la levedad común de los defectos colectivos. Nada es más efectivo para corromper a un hombre que los vicios, nada conduce tan pronto al fracaso como la confianza en el azar. La suerte no comienza ni termina al final de la carrera de caballos. Implica la interpretación de galimatías impuestas por las inexorables leyes de la supervivencia. 

La exuberante sombra, alberga los cuerpos de seres signados por un instinto tácito de restaurar amores pérfidos, gente obcecada en creer más de lo que puede palpar, cuyas mentes transitan por los placeres sin la previa evaluación de la heterogeneidad de la masa. Bondades y malicias en proporciones asimétricas convergen acentuadas bajo la misma sombra, al ritmo da la música de sus ambiciones, en un continuo trueque de pasiones, cohabitando con su verdugo en veredas sin salida que tan solo son limitadas por las palabras; gestos que nacen con tan solo una mirada, pueden ser capaces de desatar demonios de acero y fuego encerrados en los cofres de perversidad que porta todo humano en sus entrañas, y así, quien aparentaba obrar en tus favores, cobra los saldos de felonía que la apuesta por la vida eroga, y convertirse en tu asesino de ipso facto. 

En toda oscuridad será preciso desplazarse sobrio para arribar al destino sin las dolorosas mordeduras que lanza la impía serpiente de la casualidad. Quien logre encender los faros de sus visiones con el combustible de la valentía, podrá disfrutar de los efectos sublimes de su inalienable honradez, y esta a su vez, produce un halo poderoso, con el brillo místico de la mirada de los sabios, con le beatitud que solo puede ser alcanzada por los seres libres, con los genes asépticos prestos a la reproducción. 

La estatura del hombre radica en la amplitud de su conciencia; las proteínas solo adquieren el valor de catalizador de unidades de medición. De modo que la grandeza es una probidad que no pueden percibir los lerdos, porque tiene su asidero en lo más profundo de los impulsos que generan los actos y se hace visible con el tiempo y los desafíos.

Atrás quedan la amalgama de alucinógenos y alcaloides que forman la mascarilla de fantasías perniciosas sustentadas en el envite, el eco cacofónico de las múltiples oferta de morbo y una repugnante mano bañada en sangre del sicario que aspira recibir su paga.

El joven, haciendo uso de sus facultades intrépidas y con la mirada fija en otros tronos, en otros reinos, asciende por un camino soleado con el planteamiento implícito de plazos largos, de convicciones tan lógicas como irreflexivas, esquivando deliberadamente las tentaciones voluptuosas que transcurren en un cosmos ilusorio, bajo la sombra de una acacia.




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