Bola Ocho
Me agobia el humo de los cigarrillos encendidos —obvio—los
cigarrillos apagados no echan humo —sería absurdo— aun así me dispongo a jugar
otro partido.
Bola blanca y bola negra; dualidad de energía cinética en
disputa, bajo el control dado por la bisectriz del ángulo de tiro escogido. Una
tenue iluminación establecida en precariedad, evoca en la húmeda atmosfera, la notoriedad
del yin y el yang resumido en la interacción de quince esféricas. El tiempo en
el billar no pasa ni pesa en el deber, lo que aquí se debe, aquí se paga, ningún
subterfugio garantiza que saldrás ileso.
Mi contrincante rápidamente saca ventaja —en la vida siempre
me ha tocado competir en desventaja— una cosa me está perturbando —no intento excusarme— un elemento extra se
suma en mi contra en esta contienda; desde hace rato, hay un tipo sentado en la
barra que me está viendo, se toma un sorbo de cerveza y escanea con ojos de
buitre la mesa donde apuntamos a los tacos, parece esperar una oportunidad —¿será
que quiere jugar?— Yo también lo vigilo;
de reojo, disimulando la parte, para que no me tome por sorpresa,—tengo
demasiada calle par que me sorprendan—.
Ese sujeto no tiene aspecto de mafioso, no lleva prendas de marca,
tampoco parece ser policía; le falta la vanidad, viste una
chaqueta de cuero negro y tiene bien lustrados los zapatos, los sicarios se
delatan por su aspecto de macarra, y siempre miran con el recelo de la
impiedad, pero puede llevar un arma bajo la chaqueta; me acuerdo de la muerte
de Chano Pozo, eran otros tiempos, en la legendaria New york, fue baleado en
Harlem un diciembre del año 48,un impase por algunos porros de marihuana generó
la muerte del creador del Blem Blem; pero yo no toco tumbadora, ni consumo drogas, no tengo problemas con sindicalistas,
no he cometido estafas. Podría ser un
marido celoso, hago un inventario de mis andanzas amorosas resientes y lejanas,
—nada— no consigo indicios que indiquen cuentas de amores pendientes, amores
robados o corazones rotos.
Mientras tanto, mi oponente sigue metiendo bolas en la
buchaca, hago intentos infructuosos por disminuir la ventaja.
Ese tipo debe tener una pistola, — yo también estoy armado—,
en el bolsillo de atrás cargo una navaja —la de pelar cables—
¿se acuerdan que dije que siempre me ha tocado competir en desventaja? — Bueno,
ahora tengo una muy ligera —: el elemento sorpresa, nadie imagina que estoy armado
— desde antes de Pedro Navaja
(primera parte) siempre llevo una conmigo, tu sabes, para comer mangos—
Ese tipo puede ser muy malo, pero yo tengo más calle que él.
Mi contrincante va por la bola
ocho y a mí me quedan tres zigzagueando en la mesa.
Héctor Lavoe no colabora —al regente del local le fascina la
música de Lavoe; no deja de oírla —y a su padre, le gustaba Gardel (ocasionalmente Cortijo y la Sonora Matancera) —los conozco desde hace
tiempo, desde niño frecuentaba este local, entre otras pequeñas cosas fue por eso que el padre Paco, me botó de catecismo, quería limpiar su
parroquia de gente pecadora; yo no era buen prospecto según sus prejuicios.
Salía de la escuela a las once y media, llegaba corriendo a casa,
almorzaba, me cambiaba de ropa y salía bajo el sol de medio día al salón de
pool, abría a las tres, pero antes,
debía estar todo limpio. Esa era mi
tarea, llegaba a limpiar los baños fétidos de urea descompuesta, barría,
de afuera hacia adentro, (para no
espantar la buena suerte) después coleteaba con un solución de cuerno de ciervo,
cargaba las neveras de cerveza y por ultimo, pasaba un paño con aceite de teca a
la madera de las mesas, al mostrador y a los tacos, y ojalá no me quedara una
basurita por debajo de alguna mesa, porque el patrón me reprendía muy enojado, era un catire alto agallegado —¿así te limpias
tu el culo?.
Trabajaba los siete días de la semana por cinco bolívares
(algo más de un dólar) los cuales se los daba íntegros a mi madre para ayudar
con los gastos de la casa.
Todo iba bien para mi lerda concepción del bien y el mal, hasta
que llegó el catecismo, ya mediando el cuarto grado, de modo que después de
limpiar el pool tenía que salir corriendo a diez minutos para las tres de la tarde
cuando el sol presenta su mayor punto
de enfado con los terrícolas, calle arriba corría diez cuadras para llegar a tiempo a la iglesia, (a la casa
parroquial mejor dicho) a tomar clases del evangelio y aprender rituales
litúrgicos que salvarían mi alma de abismales infiernos, las catequistas se
quejaban de mi apariencia, llegaba sudado, hediondo y desarreglado , algún
informante gratuito le dijo al padre Paco, que mi deplorable estado se debía a
que salía a toda prisa del salón de pool antes de entrar a catecismo, cosa que
no era falsa.
Aunado a esto, varios incidentes con muchachos de otros
colegios, que intentaron hacer burla de mi acalorada apariencia,recibían raudo y oportuno su merecido bofetón de mis mugrientos nudillos sin escatimar, así que el
padre Paco, con múltiples ocupaciones entre lo espiritual y lo terrenal, un día
me libero de aquella carga expulsándome
del catecismo.
Mi contrincante va por la bola ocho, el sujeto del mostrador
no deja de mirarme y Héctor lavoe no favorece en la querella, su pletórico
montuno se refiere a los guapos que han matado en su barrio a medio día y «calle
luna calle sol» y luego le pide a Lola que aconseje a su marido porque él tiene
una ametralladora, mientras yo pienso en mi homérica navaja pela cables que se
confunde en uno de mis bolsillos (no bien identificado) entre algunos billetes
y tarjetas de presentación. Continua Lavoe acompañado por el trombón
ligeramente desafinado de willy, interviene hiriente tras el lacónico coro: «Te
están buscando ya… la policía».
Yo, que no maldigo ni
en la iglesia, no voy a venir a maldecir aquí en esta mesa, simplemente porque
las bolas no consiguen la ruta ganadora de la buchaca y mi pulso distraído no
halla puntería, si alguien ahora mismo me preguntara si tengo miedo, la
respuesta sería: —soy buen electricista—.
Miento; si maldije una vez: a un Libanes
que pretendía quedarse con mis bienes en el nombre de dios, lo maldije a
él y a su dios.
Quizás esa sea la
causa de esta angustia, de sentirme en plena faena de caza en el papel desesperado
de animal doblemente flanqueado; un tipo presuntamente armado que no deja de
observarme y un dios encolerizado a cuenta de un vilipendio proferido por mí boca en medio de
la ira. Las manos en este punto me sudan; no se me olvida que tengo mucha
calle, una navaja y el elemento sorpresa a mi favor, a medio consiente logré emparejar la partida: ¡ambos por la bola
ocho!.
El hombre pidió la
cuenta y la bola ocho no entra, podría echarme a correr, en la última carrera de las fiestas patronales,
llegue quinto y ninguno de los cuatro que llegaron antes que yo, están aquí,
podría salvar la vida, pero tendría que vivir en la deshonra de «haber
corrido como un demente» como dice Héctor restregando en mi orgullo lo poco que me
queda de honor. No estoy dispuesto a huir, ¿Cómo podría volver a este lugar, si
salgo corriendo como gallina que huele zorro?
¡Ay papá!, el hombre pagó, se paró de la silla, gurda el
cambio en su bolsillo y viene hacia acá, apresuro la última jugada sin éxito
—lógicamente— dos roncos trombones; Colon y Santiago le dan fondo musical a la embarazosa circunstancia «pa- pa- pá- pá-pá-ra, pa pa pá- pá-ra» —el aura
onomatopéyica del titán en su introducción— le corresponde el turno a mi oponente, el
hombre se acerca hacia la mesa, mientras lo veo venir, mi mente automáticamente urde un plan: dejo
que se acerque, le pongo la mano izquierda (amablemente ) en el hombro derecho,
lo miro a los ojos — dicen que eso neutraliza a tu agresor— meto mi mano en el bolsillo, saco la navaja (la de comer mangos, esa que nadie sabe que
siempre cargo encima) y le digo:— Guárdame esto aquí hasta que llegue el
forense, hundo el puñal en su hígado, mientras él se tambalea, dos hombres los sujetarán por los brazos para
evitar que caiga de platanazo, yo debo abrirme paso amenazando con el taco a
los que intentasen agarrarme, y salgo corriendo, calle arriba como cuando iba al catecismo.
Mañana, el fiscal y
los funcionarios adscritos a la investigación, determinaran que el sujeto
estaba armado y mi actuación no fue criminal, sino en defensa propia, quedare en libertad,
después de algunas formalidades pertinentes y algún papeleo burocrático,
(porque es bien sabido que la ley nos permite matar en defensa propia) mi honor también saldría intacto. Pero de
pronto, la voz de Héctor deriva to
do el
plan proyectado en las escasas fracciones de segundo pasado.
Envuelto en los acordes de un pesado son montuno el inefable
Lavoe me intimida con autoridad de legislador universal de los barrios «…Tienes que pagarme, aunque
tú quieras o no, óyelo bien tiburón…» antes de que
termine la sentencia en aquel verso transmutado en reclamo, se me viene a la
punta de los labios un nervioso — ¡coño!... No he pagado la cuenta—. Y no
podría irme sin pagarle a esta gente, toda la vida conociéndoles, desde siempre.
Mi contrincante pensaría que huyo para no pagar.
El sujeto ya está a tres pasos de
la mesa, el plan a se disolvió como la espuma de la ultima cerveza bebida;
el hombre se posa a unos pocos centímetros de mi sin detener la marcha, me dice como si se
tratara de un viejo conocido — ¡Mira chamo!, tienes el bolsillo roto, se te va
a perdé la navaja. Y sigue su camino indiferente.
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