Al final de la calle



La plaza siempre estaba allí, con sus muchachos, sus viejos, sus palomas y el resto del paisaje inanimado, también Eh, siempre estaba allí, al sonar de las campanas y guitarras, si había un acto, una trifulca o si nada pasaba, estaba allí.  Las amistades tienen su lado bueno, aunque sea para mostrarte lo que no debes hacer, Eh no era precisamente mi amigo, era amigo de todos; bastaba decir hambre y se aparecía con una bolsa de embutidos mal habida. Al final de la calle o al principio, depende de cómo se vea está el comando de la policía, así lo llaman ahora desde que se incrementó el número de funcionarios a diez, antes eran cinco y dependían del prefecto, nuestro prefecto, un honorablemente cruel prefecto. Después del almuerzo, la plaza nos esperaba con sus brazos abiertos cubiertos de hojas dispuestos a protegernos del sol, pero nunca llegamos antes que Eh,  así lo llamaban, y así saludaba, algo así como un gemido nasal que imitaba el sonido de los viejos timbres con bobinas electromagnéticas – eh- . En tiempos de recluta el cruel prefecto y su escuadrilla escoltaban filas de jóvenes con las manos en la nuca hasta el final de la calle, nunca averiguamos que había detrás de los calabozos, pero debió ser un abismo inmenso, algo muy tenebroso, a juzgar por las caras de angustia de las madres y esposas que iban y venían de visitar a sus familiares presos, de hecho, la advertencia consecuente y resonante en el pueblo cuando alguien osaba  armar escándalos o intentaba participar en una riña era:  - te van a mandar al final de la calle-. Eh sin haber cumplido los dieciocho había oído esa misma sentencia muchas veces, sonreía y miraba luego al suelo, como para poner punto final. Preocuparnos no era objeto del presente, la juventud concede algunas licencias sin dejar cicatrices en la piel ni perturbar los más exquisitos recuerdos, así que aromas y crepúsculos matizaban tertulias y armonizaban bocetos de serenatas. Eh, cual comodín, fue testigo mudo de cuanta ocurrencia alterase los predios de la rutina para convertirse en chiste. Una tarde de abril nos sorprendió con el sol disputándose los radios de un arco iris con unas gotas de lluvia, caminaba Eh con el torso desnudo y las manos en la cabeza de espaldas a la plaza rumbo al final de la calle, con una especie de fuete hecho de cable trenzado el prefecto lo arriaba de cerca como si se tratase  de una bestia de carga y de vez en cuando haciendo gala de su bien ganada fama de crueldad, le aplicaba algunos azotes durante el trayecto. Eh se nos perdió de vista en ese misterioso reducto donde sospechamos se sufren grandes dolores y se viven ondas tristezas. Paradójicamente ese mismo día, en el auditorio de la escuela técnica  las muchachas de contabilidad I discernían  sobre  “lo poco que cuesta apadrinar a  un niño de la calle”.  Nadie más que nosotros extrañó a Eh, ni siquiera los comerciantes de los alrededores de la plaza, quienes en sus balances  de cierre de ejercicio no tuvieron chance de percibir, ni hacer notar los costos por alimentar a un vago.

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