Los decimales

La mañana abrió su ramillete de opciones sobre las impróvidas sienes de los transeúntes. El aire, la calle, la polución y los ruidos concertaban en el sentido univoco de lo cotidiano, siempre era así, el mismo barrio con sus malaventuras, la misma gente con sus usuales saludos, y los muchachos con la fe puesta en el porvenir. 

Infringir la hora de salir a trabajar acarrea un poco de angustia y más si se ha logrado integrar una de esas listas invisibles que penden entre el deber y el querer de toda organización, -¡Estoy frito…voy retrasado!- pensaba Enio Vandermost mientras apuraba sus pasos para aproximarse a su respectiva parada. Las noches se le habían encogido y el sueño placido y profundo escaseaba, Jean Paolo Terso lo acompañaba como siempre, en las malas y buenas, era el amigo, el colega y compañero de tempestades y festines, silente y preciso, había aprendido muy bien a sobre valorar cada palabra de su interlocutor sin reparar en el tono de su emisión, por eso faltaban horas al día para plantear, acometer y llevar a la vez comida a la casa –Es el peso que debe cargar el proletario que tiene la osadía de soñar- solía decir en sus prédicas filosóficas agraviadas por agentes etílicos, de ese modo ambos, en compañía de algunos estudiantes, estrujaban las madrugadas de la semana, como tratando en vano de extirpar los tumores de un no se qué, disipando dudas sobre interrogantes que aun nadie había planteado o haciendo bocetos de una maquina de energía perpetua, pero nada logró jamás alejarlos tanto de el mundo real como la persecución de los decimales del numero de Euler, buscaban una secuencia de dieciséis dígitos consecutivos que según Paolo, debían ser exactamente iguales a la serie subsiguiente después del decimal siete mil trescientos once de PI; para ello construyeron enormes pizarrones que llenaron de ecuaciones integrales y cuando ya no alcanzó el espacio, los números migraron a las paredes. 

En este universo de símbolos algebraicos cerrar los ojos era solo cambiar el fondo de la impresión, así pasaron meses sumidos en su obsesiva búsqueda, descuidados en su aspecto personal, la ansiedad ahuyentó el deseo de dormir, y comer, también indujo a la ingesta de muchos litros de licor y café, sin embargo, la manutención de la familia en el orden material no experimento contratiempos y el distanciamiento de sus respectivos lugares de trabajo nunca supero periodos de tiempo mayores a los minutos. Fue entonces cuando pude concluir, quizás a través de los garabatos de las interminables series numéricas que los sueños de estos dos sujetos residen en un remoto lugar, de naturaleza insospechada donde un intangible punto indica el final de los decimales de PI.

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