Símbolos

Poseo un azadón y una horca que me dio un fuliginoso viejo carbonero como instrumentos que me permitieran obtener por medios honrados el sagrado sustento, también me proveyó de un valioso arsenal de nociones y consejos para anticiparme a los venenosos vicios que acosan a los que se deciden a desafiar los mitos del destino, aunque tuve muchas oportunidades para agradecerle, nunca lo hice; se marchó con las lóbregas sombras de una noche de agosto. Su partida no fue de imprevisto, ni mis temores tenían fundamento, todo fue artificio de un laberinto definido en los diccionarios ancestrales como vida. 

Sus herramientas nunca le permitieron edificar casas ni echar raíces en esos espacios prestados al azar, sin proponerselo, desarrolló una extraña manía de construir precarios pasadizos que luego, se convertirían en firmes conductos para comunicar enormes valles de un lado a otro sin caer en el profundo abismo de la miseria, ese flagelo insaciable y pertinaz que corroe los cimientos del porvenir y subyuga la libertad a crueles designios. En un reinado de austeridad se sintió exageradamente rico al respirar el aire excelso de la emancipación, de caminar descalzo sobre tierras asépticas, dilatar sus pupilas con la luz de su propia resolana y tener el placer de dar forma prismática a gotas de agua que luego, harían la lluvia. Sobrevivir en un mundo emisor de señales erróneas para forjarse una realidad interior, sin la intervención de esas deidades que trataron de asfixiarlo atómicamente de omnipresencia, tiene su lado meritorio, aunque todas las verdades tengan límites infinitos, siempre surgirán prejuicios que las alcancen y las cercenen, e intentan hacer prisioneros dentro de los márgenes de su propia libertad.

Quizás el hollín en vez de ofuscar su visión brindó la oportunidad de ser más objetivo en la introversión, tal vez el peso de miles de moléculas de carbono sobre la piel reforzaron un insólito placer en sus muchas ansiedades, ansiedades de grandes proporciones como los bosques que taló para alimentarnos y los que plantó para luego quemarlos y de nuevo replantarlos intentando indemnizar de algún modo a las especies que dejara sin refugio. En esos ciclos constantes de destrucción y creación, la avalancha de los años sepultó los vigores de su juventud y la fuerza de su cuerpo atlético se desvaneció al mismo tiempo que acentuó su sabiduría para afrontar una soledad profunda, íntima y lacerante, la soledad que produce la muerte cuando extiende la guadaña hasta el pulmón del ser que a su lado, venció todas las soledades, que le brindara apoyo e invirtiera sangre y llanto en la procreación de descendientes. Ahora, al llegar el octavo mes de cada año, mis recuerdos comienzan a tallar en mi nostalgia borrosas figuras de un dadivoso carbonero y ermitaño, de cuya mano callosa aprendí a caminar, sondeando madrugadas a través del canto de sus gallos y separando tinieblas de oscuridades de acuerdo a la frecuencia del ladrido de sus perros, solo me resta rogar porque en esos mismos sonidos, antes de su dolorosa agonía, haya tenido la fortuna de descifrar aquellas cosas que me faltaron por decir a su favor.

Sospecho que en los montes más espesos, esos que perduran siempre verdes, por una suerte de magia de la naturaleza, habrá un lugar donde se reúnan animales silvestres a escudriñar los restos oxidados de los eslabones de unas imaginarias cadenas que ataron por años silencios y propósitos mutuos a un cálido y estricto sistema de símbolos.




Una deuda que tengo pendiente que jamás podré pagar...

Comentarios

  1. Domingo Martinez,lo mejor que tu padre pudo dejarte fue ser el mejor,hijo,hermano,esposo y padre y por supuesto ser mi amigo,gracias a tu padre.

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